Estoy esperando a mi hijo en la puerta del colegio. Recuperando el aire a grandes bocanadas
porque siempre llego agitada después de pedalear a mil para no llegar tarde y ahorrarle así el posible disgusto de salir y no verme.
“Agitada”, estoy acostumbrada a sentirme así desde que empecé a retomar actividades que
había abandonado cuando nació. Siempre corriendo para tener todo cubierto, para que no se note
demasiado que estoy unas horas fuera de casa y que cuando estoy suelo escabullirme otro par
para hacer trabajos en la compu, para depilarme las cejas cuando comienzo a lucir como
Rachel Manccini, para echarme una siestita cuando mi compu mental se recalienta y me pide a
gritos que pare. Agitada. Muchas veces me pregunto ¿para qué me esfuerzo, para qué el
trabajo, para qué el estudio, para que los proyectos personales, ahora que soy madre, por qué
no me basta con eso? Me lo pregunto cuando no doy más, en esos días insoportables que todo
esto se revela como lo que realmente es: una misión imposible. Sin embargo, pasada la
tormenta o después de mis cuarenta minutos de siesta vuelvo en mí. No me imagino de vuelta
en aquellos dos primeros años de madre, dedicada exclusivamente a la casa y al hijo. No, no
vuelvo por nada. Pero eso es material para otra confesión, ahora me impulsa esta. Esta que me
da vueltas desde el viernes, cuando allí, en la rutinaria espera de nuestros niños oía la
conversación de algunas madres y para mi sorpresa no me encontraba con adeptas a mi loca
carrera por fusionar el universo laboral y la familia. No, el lugar estaba minado de mujeres que
elegían dedicarse al hogar. La mayoría había renunciado a trabajar y tenía más de dos hijos.
Otra incluso era Ingeniera en sistemas, llegaba a los treinta y siete años, tenía dos hijos y desde que quedó embarazada del primero no había vuelto a trabajar, ni lo había
intentado. No estoy hablando de mujeres casadas con hombres adinerados y mantenidas,
digamos, en un nivel de alta gama. No, no se manejan con la extensión de la tarjeta del
marido, no visitan la peluquería todas las semanas ni reciben un “sueldito”. No. Mujeres como
yo, pero que prefirieron renunciar a todas las ventajas de manejar un ingreso propio a cambio
de… me cuesta saber a cambio de qué. Ellas dirán que a cambio de asegurarse el bienestar de
sus hijos, de tenerlos controlados, llevarlos y traerlos de sus actividades, cocinar, lavar,
atender las tareas de la casa…Han cambiado “la carrera” por volver a ser “Amas de casa”, ese
rótulo tan horroroso para las mujeres de mi generación y de una anterior. Un horror, ser ama
de casa era ser un mueble más, un cadáver andante, una mujer apagada, envejecida, atontada
entre preocupaciones banales como qué cocinar, ponerle los pitucones a los pantalones de los
nenes, limpiar las ventanas ¿Las ventanas? ¡Las ventanas, por Dios! ¡Si yo no he lavado los
vidrios desde hace años y parecen polarizados! No lo podía creer, juro que tuve que morderme
la lengua para no salir al ruedo defendiendo mi locura, pero es que ellas se veían tan relajadas,
se oían tan convencidas de lo que decían, que hasta me pusieron a dudar de mis actos ¿Y si yo
estaba equivocada?¿Y si lo único que estaba logrando después de todo este esfuerzo era mi
cansancio, la resignación de mi pareja y la desilusión de mi hijo cada vez que me pedía ir a
alguna parte o invitar a alguien y le respondía con un automático: “No puedo, tengo que
trabajar”. De pronto me sentí tan deprimida. La mujer más egoísta de la tierra porque no tenía
tiempo para sumarme al grupo que se quedaba charlando sobre los límites a los chicos, lo que
le gustaba a uno, lo que hizo el otro. No, estas cuatro horas antes de salir para el trabajo
estaban cronometradas, quince minutos de más podían significar un caos. O peor, podían
significar que no tendría tiempo para esos minutos de relax que me tomo antes de salir al
trabajo. Pensé al respecto toda la tarde mientras atendía el mostrador, mientras veía a esas
mujeres comprando con chicos en uniforme¸ mientras ordenaba y limpiaba todo en detalle
recordando que en casa limpio lo justo y lo necesario, más menos que más. Todo me costó un
poco más ese día, me faltaba ese entusiasmo que me señalan todos, esa energía que
“recupero” cada vez que escucho “I feel like a woman” en el trayecto, o cuando suena “Let the
river flow” en mi mp3 y me siento como Melanie Griffith en “Secretaria ejecutiva”…¡Ahh!
Ahora entiendo, yo soy Melanie Griffith en secretaria ejecutiva, soy esa mujer llegando a los
treinta y pico, llena de ambiciones que empiezan a parecer quimeras, llena de sueños de éxitos
que no llegan y que se resigna a renunciar. Ahora comprendo… Yo, yo y las “locas” que
seguimos intentando hacer las dos cosas, tener los dos mundos, somos Melanie Griffith. Si este
grupo de mujeres que vuelven a casa representan el retorno de Doña Rosa, nosotras somos las
sobrevivientes de los ochenta, con nuestros tactos y nuestros callos, con el bolso extra large
lleno de papeles, un autito para las esperas con hijos y maquillajes gastados. De pronto me
sentí mejor, de nuevo era la heroína de la película de mi vida y valía la pena esperar la escena
final, esa donde giro sobre el asiento y con un dorado atardecer de fondo grito: “¡lo logré!”.
Paola Lorena Churruca
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por dejarme tu comentario.