Ojo con la primer relación de tu vida, por lejos la más
importante y condicionante de las que vas a tener. De la madre aprendemos mucho
más de lo que ella pretendió enseñarnos, una vez, por ejemplo, me descubrí
“castigando” a mi marido con esos largos e inexpresivos silencios que ella
solía ejecutar tan magistralmente cuando papá la sacaba de quicio o había visto
agotadas todas las otras formas de protesta. Su silencio era devastador, era
inquietante no saber cuándo volvería a hablar, podía tomar unas horas o un par
de días, pero ante mis orejas de teenager
a veces me parecieron semanas. Pasaron los años y yo, que me había jurado no
usar jamás semejante estrategia, me encontré mordiéndome los labios, esquivando
la mirada como una sirvienta inglesa, muy estricta y silenciosa, mientras hacía
las tareas del hogar. Estaba muy embalada en mi actitud, casi disfrutando el
desconcierto del otro que no sabía cómo responder a mi conducta, era solo mi
forma de vengarme del dolor que me habían causado sus palabras en la última
discusión, pero estaba regocijándome por dentro como si fuera una pequeña
Gandhi conquistando un ejército opresor sin otro arma que la palabra (o, en mi
caso, la ausencia de ella), de pronto, jaqueada por la propia memoria recordé a
mamá, a papá y mi carita de qué puedo hacer, repasé todos los intentos infructuosos
por sacarle palabra, me vi tirando hasta con tirabuzón. Por supuesto que todo
quedaba atrás en el momento preciso que mamá volvía a regalarnos su risita de
niña, a deleitarnos con sus anécdotas escolares, a reírse a carcajadas con las
bromas de mi hermano. Por supuesto que todo quedaba atrás cuando salía el sol
y, ya sea que papá hubiera sido perdonado o mamá se hubiese calmado, la casa
volvía a ser el lugar feliz y ruidoso al que estábamos acostumbrados, sin
embargo, algo de todo aquello había logrado llegar al aquí y ahora. Esa pequeña
forma de tortura que mamá había aprendido era reproducida por mí, una de sus
hijas. Me pregunté si mis hermanas harían lo mismo. Allí estaba, enfrentando mi
infancia y mi psiquis sin Freud y sin diván, frente a frente con una de esas
cosas que hacemos automáticamente, que repetimos como robots porque el hábito
(y el amor) son tan fuertes. Tenía opción y corté la soga, rompí el silencio y
elegí decir lo que sentía, me salió más o menos (sería la falta de práctica),
pero lo hice. Deshice la costura sobre mi boca y una horas más tarde, cuando mi
marido aprovechaba la oportunidad que le ofrecía de dejarlo todo atrás, me reía
hacia adentro de la perversa Hello Kitty que llevaba adentro.
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