lunes, 22 de octubre de 2012

¡Mamma mía!




Ojo con la primer relación de tu vida, por lejos la más importante y condicionante de las que vas a tener. De la madre aprendemos mucho más de lo que ella pretendió enseñarnos, una vez, por ejemplo, me descubrí “castigando” a mi marido con esos largos e inexpresivos silencios que ella solía ejecutar tan magistralmente cuando papá la sacaba de quicio o había visto agotadas todas las otras formas de protesta. Su silencio era devastador, era inquietante no saber cuándo volvería a hablar, podía tomar unas horas o un par de días, pero ante mis orejas de teenager a veces me parecieron semanas. Pasaron los años y yo, que me había jurado no usar jamás semejante estrategia, me encontré mordiéndome los labios, esquivando la mirada como una sirvienta inglesa, muy estricta y silenciosa, mientras hacía las tareas del hogar. Estaba muy embalada en mi actitud, casi disfrutando el desconcierto del otro que no sabía cómo responder a mi conducta, era solo mi forma de vengarme del dolor que me habían causado sus palabras en la última discusión, pero estaba regocijándome por dentro como si fuera una pequeña Gandhi conquistando un ejército opresor sin otro arma que la palabra (o, en mi caso, la ausencia de ella), de pronto, jaqueada por la propia memoria recordé a mamá, a papá y mi carita de qué puedo hacer, repasé todos los intentos infructuosos por sacarle palabra, me vi tirando hasta con tirabuzón. Por supuesto que todo quedaba atrás en el momento preciso que mamá volvía a regalarnos su risita de niña, a deleitarnos con sus anécdotas escolares, a reírse a carcajadas con las bromas de mi hermano. Por supuesto que todo quedaba atrás cuando salía el sol y, ya sea que papá hubiera sido perdonado o mamá se hubiese calmado, la casa volvía a ser el lugar feliz y ruidoso al que estábamos acostumbrados, sin embargo, algo de todo aquello había logrado llegar al aquí y ahora. Esa pequeña forma de tortura que mamá había aprendido era reproducida por mí, una de sus hijas. Me pregunté si mis hermanas harían lo mismo. Allí estaba, enfrentando mi infancia y mi psiquis sin Freud y sin diván, frente a frente con una de esas cosas que hacemos automáticamente, que repetimos como robots porque el hábito (y el amor) son tan fuertes. Tenía opción y corté la soga, rompí el silencio y elegí decir lo que sentía, me salió más o menos (sería la falta de práctica), pero lo hice. Deshice la costura sobre mi boca y una horas más tarde, cuando mi marido aprovechaba la oportunidad que le ofrecía de dejarlo todo atrás, me reía hacia adentro de la perversa Hello Kitty que llevaba adentro.










PAOLA L. CHURRUCA

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